Y, en la hacienda, un paje anuncia: Prólogo, desarrollo, epílogo. Es el Gringuete, el utensilio al servicio de la obra y del director. Desde esos dos puntos pivota la trama de Salomé de Chacra, de Mauricio Kartún, una versión del relato bíblico que, como tantos aspectos actuales de nuestra cultura, se regodea en lo grotesco y decadente. Pero, a diferencia de los placebos mundanos, el fin no es el raconto patético sino la exposición de una gema.
Para mí la gema está en la historia. Y también en quién la cuenta. En Salomé la regala un hombre pequeño, pero que encandila con su fulgor. Es un hombre sutil, plástico, pícaro. Es también un hombrecillo frágil por eso puede interpretar al Gringuete. Pero también es implacable y temerario, por eso interpreta a Bautista, que grita la verdad desde el fondo del aljibe. Osqui Guzmán es el hombre y el actor.
Quiero compartir con ustedes el artículo que Silvina Lamazares hizo para Clarín sobre Osqui. Me conmovió y no me defraudó. Muchos actores proyectan hacia afuera lo que son carencias disimuladas. Parecen dar, pero en cambio roban de su público. Osqui, como un veradero artista, ofrenda, da, se da entero. Y el público honesto se lo agradece.
Osqui Guzmán: “Yo quería ser profesor de kung fu”
Apasionado de las artes marciales, tuvo una infancia pobre y una experiencia rica. Respeta la palabra escrita, se luce en la improvisación. Retrato de la sencillez.
Hay quienes ostentan su historia -por buena, por mala, por heroica, por traumática, por lo que fuere- como una joya que brilla en el pecho. Y, entonces, hacen de ese cuento una puesta en escena, con arranque, nudo dramático y remate estudiado. Y hay quienes, unos pocos en el universo de los entrevistados, como él, que hacen de su pasado un collar guardado entre manos que naturalmente va dejando caer sus perlas -y varias perlitas para no olvidar- a medida que transcurre la charla, sin buscar el impacto ni la estrategia discursiva. Osqui Guzmán habla, y cuenta, y emociona. Y enseña, verbo que no se propone frente al grabador. Pero, de a ratos, aparece alguna frase que queda flotando y se acomoda en el lugar de la diferencia. Como cuando dice que su infancia pobre lo volvió rico. O cuando sostiene -casi como un ensayo autobiográfico- que “en la vida, como en toda buena historia, hay momentos de pico y momentos de caída”. Ondula la mano y comparte: “Los momentos de pico hay que disfrutarlos... Si pudiéramos comprender que la historia tiene ese camino natural la pasaríamos mejor”.
Los momentos de pico se disfrutan... ¿Y los de caída? Se transitan. No hay manera de zafar. Si te negás a transitar los momentos bajos empezás a hacer fuerza para estar bien. Y, cuando uno hace fuerza, se hunde más.
Lejos de hundirse, anduvo. Siempre. Hijo de bolivianos -una costurera y un plomero gasista-, visita desde la palabra, y especialmente desde la memoria, los tiempos en los que “pasamos de un dos ambientes en el Centro a un cuarto de 4 por 4 en La Boca, donde vivíamos los cinco: la cama grande acá, la cama cucheta para mis hermanas ahí, las máquinas de coser y el sofá para mí. Para mis viejos fue achicarnos, claro. Pero yo, que era chico, viví eso como el descubrimiento de un mundo… fue conocer los conventillos, Caminito, ver a los gitanos. Era como tener a mano una película de (Leonardo) Favio. Fue una infancia con muchos impedimentos económicos, al punto de pasar Navidades sin nada para comer, pero juntos”.
Reconoce que en esa casa -más hogar que casa- aprendió el valor de los valores: “Mi vieja, una mina muy batalladora, me decía ‘Siempre la verdad, hijo, que te va a llevar adelante’ . Mirá, yo quería ser profesor de kung fu, arte que, cuando lo descubrí, fue como un hallazgo antropológico. Mi profesor decía que veía en mí algo que le interesaba muchísimo. En un momento dejé porque no podía seguir pagando. Un día fui a buscar a un amigo y lo reencontré y me retó: ‘¿Usted qué quiere ser: un buen competidor o un buen artista marcial? Porque hay diferencia’ . Y yo le dije ‘Un buen artista marcial’.
Abrió un armario lleno de trofeos deteriorados y me dijo ‘Me alegra. Lo único que queda es el camino que uno quiere emprender. Un buen artista marcial se entrena toda la vida. Y la plata nunca es un problema’ . Frase que me sirvió para muchas cosas. Y me becó”.
En su cálida casa de Almagro, entre máscaras y objetos teatrales, explica que dejó “de practicar kung fu por el teatro, pero lo sigo llevando adentro. Estaba por empezar Medicina, para ser traumatólogo. Mis viejos querían un título y la traumatología podía servirme para las artes marciales. Y un compañero del colegio me contó que su novia se había anotado en la Escuela Nacional de Arte Dramático.
‘¿Qué es eso?’ .
‘Es como una facultad de actores ’, me dijo.
‘¿Y qué estudian los actores? ’. Y dijo ‘Bueno, actuación, escenografía, vestuario y hay, por ejemplo, una materia que se llama Acrobacia, Violencia en escena y Esgrima’ . Y yo hice ‘Naaaa, título, una materia que se llama así y la posibilidad de usar lo que estudio para lo que me gusta’ . Fui, rendí el ingreso y entré. Y mi viejo dejó de hablarme por tres años”.
El relato, sintetizado ahora, pero jugoso en ese decir tan suave y poético de boca de un notable actor amparado en la sencillez, marca que, recién echado de un supermercado -era repartidor domiciliario- se presentó en una audición en el Teatro de la Ribera, leyó “unos sainetes del ‘30, me eligieron, y a los dos meses integraba el elenco de Teatro Callejero de la Rivera, que dirigía Juan José Citria, mi maestro, el que me enseñó los secretos de este oficio, un grande”.
Riguroso de la palabra escrita y, curiosamente -o no tanto-, uno de los máximos referentes de la improvisación, ahora se reparte entre los ensayos de Locos ReCuerdos -el infantil que se estrenará el próximo sábado en el Cervantes- y las funciones de Salomé de Chacra , en el Teatro del Pueblo. Y acaba de estrenar, como dramaturgo y director, A la obra , con el grupo La Pipetuá , en el Metropolitan. Además, junto a su mujer, Leticia González de Lellis, comanda el grupo Qué rompimos .
Los títulos se hilvanan en su trayectoria, pero uno se recorta, nítido: El delirio . “Afectivamente, fue el trabajo más importante. Y el primero en el que cobré como actor. Era en el San Martín. Yo hacía de indio 12, entre doce indios, sacudiendo unas telas. El protagonista era Danilo Devizia, un artista inconmensurable. Con lo que ganaba iba pagando las deudas de alquiler. Un día, mi viejo fue a verme. Y después de una cena me pidió perdón: ‘Todos estos años quise que seas una persona respetada, con una profesión y siempre hiciste lo que quisiste. Nunca me hiciste caso y ahora sos la persona que yo quería que fueras. No entiendo nada. Te cagué la vida’ . Y le dije ‘No, no me cagaste nada, seguimos vivos, podemos corregir esto y listo’ . Y de ahí hasta su muerte fuimos mejores amigos. Por eso esa obra fue clave”.
Podía haber elegido una en la que tuvo letra, o protagonismo, o premios. No hubiera sido Osqui Guzmán el que hablara.
Por Silvina Lamazares
para Diario Clarín, suplemento espectáculos, 22.06.2012
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